Anécdota de un joven despistado
MÉRIDA, Yucatán, 19 de marzo._ En el aniversario 42 del fallecimiento de Carlos Torre Repetto, que se cumple hoy, bien vale la pena contar la anécdota, por muchos ignorada, de un quinceañero yucateco que, movido por la compasión causada por su ignorancia, desafió al gran maestro a jugar una partida.
Corría el año de 1975 y el joven Juan Ramón Baz Correa, quien estudiaba la preparatoria, veía cómo al local de la Asociación Estatal de Ajedrez, entonces ubicado en céntrico local colonial de la calle 63, llegaba casi todos los días un septuagenario con el que nadie jugaba.
De gruesos anteojos de cuello de botella, pelo canoso, traje de etiqueta y su inseparable bastón al que el prolongado y continuo uso abrillantaba en ciertas partes, aquel señor con aires de filósofo solía colocar los trebejos sobre el tablero y fijaba la vista en ellos.
Con frecuencia se demoraba largos minutos sin mover ni un músculo de la cara. Sólo movía rítmicamente los dedos de la mano derecha, que apoyaba sobre la cabeza. Era como un rito o un mantra corpóreo que indicaba que había llegado a una profunda concentración mental.
Lo que pasaba era que “El Grande”, como muchos llamaban a Torre, entre ellos el entonces presidente de la asociación estatal, profesor Olegario Canul, solía mantenerse siempre en forma resolviendo complicados finales artísticos y problemas compuestos, de mate en tres, cuatro o más jugadas. Nadie estaba a su altura ni se sentía digno de sostener un duelo con él, aunque fuera amistoso. Y es que el maestro no se negaba a ello si se lo pedían.
Bien sea que se grabara mentalmente la posición o que llevara algún recorte de revista, don Carlos pasaba revista a inmortales creaciones de Sam Loyd, Leonid Kúbel, Troitski y otros inmortales de los estudios compuestos. Esos cotidianos ejercicios lo mantenían siempre con una lucidez envidiable.
Nada de eso sabía el joven Juan Ramón, por aquellos tiempos considerado por sus conocidos como el “Niño prodigio de Espita”. De noble corazón, el estudiante se había fijado que nadie se sentaba frente al septuagenario más que para una plática esporádica, pero no para intercambiar jaques. “Debe jugar muy flojo el pobre”, se decía para sus adentros, según comentó después. “No importa, lo invitaré a jugar”.
Venciendo su timidez, por fin lo invitó a jugar, a lo que el gran maestro accedió gustoso. El mejor ajedrecista mexicano de la historia siempre se caracterizó por su sencillez y don de gentes. “Ni siquiera me apaleó en pocas jugadas, me dejó hacer”, recuerda ahora Baz Correa, quien sólo después de esa partida se enteró de que había jugado con una leyenda viva del ajedrez.
Mañana ofreceremos otra anécdota de Torre, en la que enseña cómo tratar a un tramposo durante las exhibiciones de partidas simultáneas.